Los últimos catorce años, Bolivia ha encarado el futuro con una mirada mucho más optimista que una buena parte de su historia inmediata. El cambio de enfoque desde el Estado, el cambio de visión de las políticas públicas, la decisión de accionar de manera directa donde antes simplemente se generaban “lineamientos” y “sugerencias” para que el mercado se hiciera cargo de lo demás, y fundamentalmente, la participación activa de una buena parte de la población (especialmente de aquellos grupos históricamente relegados de la definición del futuro político y de desarrollo de nuestro país) han hecho de estos últimos lustros un escenario en el que las y los bolivianos podían mirar un poco más allá del día siguiente.
La ruptura institucional y el cambio abrupto de gobierno en 2019, además de todo lo que ha dejado de enseñanzas (muchas traumáticas) la pandemia mundial, han hecho que nuestro país (que ya tenía como una de sus características principales, la tendencia permanente al cambio) se demuestre muy cambiante y, por tanto, exige de sus gobernantes la capacidad de adaptar su accionar, no solamente a la coyuntura (con sus subidas y bajadas) sino que además proponga y accione el proyecto de futuro en función a la realidad actual.
Este tiempo, en el que hemos tenido que recoger los restos que ha dejado una administración del Estado bastante deficiente, ha planteado como propuesta la posibilidad de recuperar lo avanzado hasta el 2019, pero también de hacer una evaluación concienzuda de lo que no ha tenido los resultados que se habían planteado en un principio y, sobre ello, establecer una visión de futuro basada en los lineamientos de nuestro proyecto de desarrollo nacional.
Esta tarea requiere, como conversábamos con algunos amigos, dos grandes cualidades de parte de nuestros gobernantes: imaginación y audacia.
Las condiciones en las que se encontraba el Estado en noviembre del año pasado, ha requerido (y requerirá un poco más todavía) muchísima imaginación de parte de las autoridades actuales (no solamente del nivel nacional, sino también de los gobiernos locales). La pandemia y las malas decisiones han dejado huérfanas varias acciones que en este tiempo son fundamentales para enfrentar el futuro, especialmente tomando en cuenta la evidencia que se presenta frente a nuestros ojos: la presencia de lo público debe ser fortalecida, previendo fundamentalmente que los Estados deban enfrentar en el futuro inmediato circunstancias como las que hemos tenido que enfrentar en este tiempo de COVID-19. Para ello, las condiciones de los servicios de salud, de educación y empleo, requieren un posicionamiento mucho más contundente, además de mayor presencia e inversión de parte del aparato público.
Hoy, luego de haber comenzado un proceso de recuperación, principalmente gracias a la decisión política de la mayoría de la población, de entregarle las riendas del Estado al proyecto político que nos había dado la posibilidad de tener una mirada un poco más amplia del futuro, es vital que nuestros gestores públicos demuestren la audacia suficiente como para identificar y evaluar las acciones innovadoras que se requieren implementar en los siguientes años. Esto supone, por supuesto, una evaluación de lo hecho anteriormente, pero también la implementación de políticas novedosas que se acerquen mejor y más contundentemente a la población, especialmente a aquellos grupos poblacionales más vulnerables: personas con discapacidad, adultos mayores, madres solas y jóvenes.
Esto supone un desafío importante: pensar seriamente en el cambio del modelo de diseño del aparato público. El mundo actual (y por tanto nuestro país) requiere que el Estado enfrente las dificultades de manera integral, mucho más cercana a la población y, principalmente, pensando en respuestas innovadoras para el futuro. Ello implica, indefectiblemente, la incorporación de la tecnología y el cuidado del medio ambiente como lineamientos transversales a todo el accionar del Estado.
Si alguna enseñanza ha dejado esta etapa en nuestras memorias, es precisamente la urgente necesidad de reforzar nuestros sistemas de sanidad, de educación y de gestión de la economía para las familias más vulnerables, especialmente en las áreas urbanas en las que, a pesar de la cercanía de estos servicios, producto de la densidad poblacional (o justamente por este modelo de aglomeración) no han podido responder con eficiencia y equidad. A pesar de los esfuerzos de las y los profesionales dedicados a estos sectores y de la decisión política del nuevo gobierno, está claro que el país necesita profundizar un modelo en el que el Estado sea el principal actor, pues es el único que podrá acercar estos servicios de manera equitativa, a la población que más los necesita.
Si logramos que salud, educación y empleo se consoliden de manera equitativa, especialmente para aquellos grupos vulnerables, y definimos políticas integrales para ellos, planteando salidas ligadas a las tecnologías y a la sostenibilidad ambiental del planeta, habremos demostrado realmente que estamos pensando seriamente en el futuro.
Javier Reynaldo Delgadillo Andrade