La teoría neoclásica del crecimiento ha sido la base del análisis que explica la forma y las estrategias con las cuales los países alcanzan diferentes niveles y como la productividad, dentro de las economías, logran ayudar a las combinaciones entre los factores de producción para que se pueda conseguir este crecimiento en las sociedades del mundo.
Al profundizar estos estudios y su comprensión, aparece el principio de convergencia, que constituye un ancla en el análisis que propugna la hipótesis de que todas las economías llegarán a crecer en la misma medida y todas, en algún momento del tiempo, llegan a tener los mismos niveles de crecimiento y, por ende, este es infinito. Lo complicado de entender este primer enunciado es que si el crecimiento tiende a ser imperecedero, y siendo uno de los factores de producción la tierra y los recursos que hay en ella, está por demás aclarar que estos sí son finitos. Por ende, este principio desalmado para con el planeta donde vivimos resulta ser angular a la hora de entender a muchos analistas consagrados en el neoliberalismo, que insisten en una teoría desarrollista sin importar si esto tenderá a dejarnos sin hábitat, sin agua y sin seres vivos en el planeta, todo esto mientras unos pocos sigan lucrando y el sistema capitalista tenga las fauces llenas.
En contrapeso y de manera más evolucionada las teorías que han empezado a explicar no solamente el crecimiento sino el desarrollo, han plantado su principal análisis en el enunciado de que el crecimiento no garantiza el desarrollo y que un alto PIB-per cápita no está directamente relacionado con la mejora de calidad de la vida de las personas de un determinado país. Esto ha sembrado en los países la preocupación por la construcción de una política social agresiva que busque atacar indicadores de pobreza y desigualdad, que a su vez establece “condiciones piso” para que el desarrollo individual parta medianamente en las mismas condiciones.
La pandemia ha sido otro factor que ha destapado lo cruento de las políticas económicas de los gobiernos que concentran la mayor cantidad de recursos, ya que pese a reacciones desesperadas por mejorar los niveles de calidad de prestación de servicios de salud, ningún país ha podido sacar la cabeza y decirle a sus pares que estaba listo para poder enfrentar al COVID-19; esto ha vuelto a desempolvar el debate para quienes consideramos que las sociedades necesitan pensar en desarrollo como un conjunto mucho más grande que crecimiento.
En América Latina y el Caribe, tanto el crecimiento como el desarrollo han sido elementos que preocupan a los gobiernos desde siempre, sin que esta preocupación haya implicado una solución; sin embargo en esta búsqueda han logrado la adaptación de recetas que guíen a las sociedad a mejores estándares de vida (como una de las recetas mejor vendidas a esta región está el modelo industrial, una justificación lógica y teórica para que los países puedan establecer un sector fuerte y robusto industrial para su desarrollo), que han venido desde la cuna del capitalismo que ha buscado incesantemente usar la región para su beneficio. Esto se explica a través del enunciado de la teoría del subdesarrollo de André Gunder, quien afirma que el desarrollo del centro precisa el subdesarrollo de la periferia, nada más cercano a los hechos que han envuelto la relación histórica entre Latinoamérica y los Estados Unidos.
Para Bolivia la identificación de estos dos conceptos (crecimiento y desarrollo) y su diferenciación fueron aclarados intensamente en la aplicación del modelo económico social comunitario productivo implementado desde 2006. En el sentido puro del modelo entendimos que se debía mejorar nuestros niveles de calidad de vida alcanzando tasas de crecimiento aceptables, interpretado como el incremento del PIB; pero comprendimos también que nuestras diferencias entre clases sociales y los niveles de pobreza tenían que ser atacados con un gobierno que propugne la igualdad y la equidad, con un discurso político y desde la implementación de medidas de corte eminentemente social con base en la redistribución de la riqueza y la utilización de un fuerte componente del presupuesto del Estado en mecanismos que busquen sacar a millones de personas de los umbrales de pobreza.
Es así como los bolivianos enfrentamos esta nueva fase pospandemia, con el repunte de nuestros indicadores económicos y la decisión tomada de hacerlo con justicia social e igualdad entre nosotros.