La Paz, 11 de diciembre de 2022 (ABI, información del Cóndor de Bolivia del 10 de diciembre de 1825).- Sólo la pluma de Tácito podría dignamente pintar la Batalla de Ayacucho y la de Plutarco presentar al mundo tal cual a los hombres que, a través de inconvenientes al parecer increíbles, trajeron al Perú la paz y la ventura.
Referir tamaños sucesos quede para escritores más afortunados que nosotros, que nos contentamos con solo dar una relación de lo que se ha hecho en Chuquisaca el día del aniversario de aquélla célebre batalla.
El día ocho por la noche se vio la plaza adornada de diferentes fuegos que, alternados con muchos tiros de cañón, presentaron un momento agradable.
Mucho más porque la gente agolpada a la plaza vitoreaba al Libertador y al Gran Mariscal. Concluidos los fuegos se sirvió en el palacio un refresco a las señoras y a los caballeros que desde los balcones habían visto la diversión, la que dio fin, en aquella noche, con un baile en el mismo palacio.
Amaneció el día nueve, y la noche que parecía eterna huyó de nuestros ojos que vieron al brillante y hermoso sol de Ayacucho, al que saludaron 21 cañonazos.
Desde temprano los balcones de las casas se hallaban colgados y la gente en tropel discurriendo por las calles, anunciaban que aquel era el aniversario del Gran Día.
A las nueve y media de la mañana el señor Presidente del Departamento, después de una oportuna y elegante arenga, colgó en el pecho del Gran Mariscal la medalla decretada por el Congreso. Su Excelencia, lleno de la moderación que les es propia, agradeció el obsequio suplicando se le permitiera no usarla sin el permiso de su Gobierno.
La comitiva pasó al palacio, donde el Libertador ciñó al Gran Mariscal la espada que la Municipalidad de Lima le acababa de remitir.
Al verificarse este acto, el Libertador dirigió una corta pero noble y magnífica arenga al vencedor de Ayacucho quien, a su vez, contestó con precisión y elegancia jurando que con ella sostendría al imperio de las leyes.
Las palabras de ambos héroes parecían dichas por algún genio celestial. La libertad las dictaba y un orgullo noble y vivificador parecía que tomaba a los espectadores de acto tan majestuoso.
Acompañados de las corporaciones marcharon los libertadores a la Iglesia de la Catedral, donde se ofició una solemne misa a la que se siguió la oración dicha por el Vicario General del Ejército, Pedro Antonio Torres.
El orador sagrado al referir los sucesos de la campaña lo hizo con dignidad y maestría. La pintura del Paso de los Andes nos pareció propia del hermoso decir de Granada o de la pluma elegante de Masillou.
Imágenes, comparaciones, pinturas, recuerdos, todo era vivo y animado, todo oportuno y sublime. Enseguida del sermón se cantó el Te Deum e inmediatamente acompañados de un cortejo inmenso fueron a palacio.
Su Excelencia, el Gran Mariscal, tomó la palabra y habló con aquella exactitud y fuerza de raciocinio que le es propio. Hizo lo mismo el general Andrés de Santa Cruz al que siguió el señor Casimiro Olañeta a nombre de la Corte Superior de Justicia.
Su Excelencia el Libertador contestaba a cada uno con la elevación de su alma grande. Nosotros, mientras más observamos a este gigante, más nos convencemos de que es el hombre extraordinario de la guerra y de la política, el hombre de todos los casos y circunstancias.
La calidad de los periodistas no nos permite insertar las bellezas que se dejaron en aquella hora, pero podemos asegurar que el Gran Mariscal, el general Santa Cruz y el Dr. Olañeta se distinguieron por sus oraciones a las cuales nada faltó.
Como a la una de la tarde principiaron a concurrir las señoras a la casa dispuesta para la comida y baile de aquella tarde y noche.
A las dos, la reunión era brillante y numerosa. Cuando Su Excelencia pasaba por la plaza, el inmenso pueblo le vitoreaba con todo el entusiasmo que inspira el reconocimiento de un pueblo libre a su Padre, como le llamaban.
Entonces el pueblo entregado al gozo bebía y comía en la plaza donde se dispuso su banquete con abundancia excesiva.
Allí vimos personas abrazarse y aún llorar de contentos. Cuanto puede la libertad. Los artesanos habían dispuesto varias mojigangas y pantomimas, algunas de ellas entretenidas y graciosas las que entraron a la plaza cuando el pueblo comía.
Bebieron muy a gusto y su embriaguez causó un nuevo motivo de diversión. Siguió hasta la noche la mayor alegría y contento, demostrando el pueblo su reconocimiento al Libertador y Gran Mariscal con vivas frecuentes.
Entretanto, en la casa dispuesta se bailaba con mucho buen humor. A las cuatro principiaron a comer. Su Excelencia, que se manifestó tan satisfecho, presidió la mesa en que vimos a solas a señoritas y caballeros. Inútil es referir el contento que reinaba.
Parece que las gracias todas se unieron para hacer agradable la comida. Los brindis fueron repetidos y alusivos al Día Grande. El Libertador, el Gran Mariscal, el general Santa Cruz y otros dijeron pensamientos muy bellos. Gratitud al Ejército Libertador, prosperidad y gloria para la América fue el objeto de todos ellos.
Desgraciadamente nos falta la elegancia de Cicerón para pintar la segunda comida en que el Gran Mariscal presidió a los militares, a los 64 soldados vencedores en Ayacucho interpolados con los generales, jefes y oficiales que fueron servidos por las señoritas y los caballeros.
Algunas lágrimas se nos escaparon con el gozo de ver a los hijos de la gloria manifestando sus deseos de aún derramar su sangre por nuestra libertad.
Entre tantos brindis de los soldados nos permitimos insertar uno que nos parece digno del alma más noble. Nuestras armas triunfantes dijo desde el Orinoco al Potosí sean el sostén de las leyes que hemos conquistado para que los pueblos la disfruten bajo su sombra.
Otro dijo que el pabellón de Colombia flameará en todo el universo si el Libertador, nuestro padre y guía, nos lo manda. Por este orden siguieron todos los demás. Fue tanto el entusiasmo y la alegría que la sensibilidad se agotó al placer.
El día se alejaba de nosotros sintiendo no poder como Josué detenerle en su carrera para que durara como el contento.
Llegó la noche y la casa repentinamente se vio tan iluminada que no extrañamos la ausencia del padre de universo.
En la sala principal se veía el retrato del Libertador coronado de laureles, sosteniendo los pabellones de Colombia, Perú, Buenos Aires y Chile. En la otra pintura, el Gran Mariscal colocado en el centro de los de Inglaterra, Estados Unidos, México y Guatemala.
Allí mismo estaban pintadas las capitales de las repúblicas y escritos los nombres de los jefes y oficiales que más se han distinguido durante la revolución.
Continuó el baile hasta las seis de la mañana. Jamás los concurrentes habrán disfrutado de un placer más puro que aquel venturoso día.
Las bolivianas, que se han hecho notables pos su antiguo y constante patriotismo, por su amor a la libertad, se manifestaron obsequiando cariños a los libertadores.
Oh gran nueve de diciembre. Feliz aurora, mañana agradable, tarde preciosa, noche encantadora.
Nueve de diciembre, tú ocupas un lugar distinguido en los fastos de la historia. A tí la América debe su redención. El mundo entero te contempla como el día en que la libertad, la justicia y la razón vencieron al crimen y la maldad. Vuela en tu carrera, llega pronto para que te solemnicemos porque eres nuestro día, nuestra alegría, nuestra vida.
Nota: Por lo que se nos ha informado, los gastos de la fiesta los ha hecho Su Excelencia, el Libertador.
- Textual del número extraordinario del Cóndor, que publica la crónica de la fiesta en homenaje al primer aniversario de la victoria de la Batalla de Ayacucho.
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